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Somos Carmen y Candela. Estudiantes de ADE y Derecho en la Universidad Pablo de Olvide.

viernes, 12 de enero de 2018

El ser humano, el único ser que tropieza dos veces con la misma piedra


En los años 20 había que estar en Nueva York. Manhattan era capital del mundo hogar del glamour y la sofisticación, la ciudad que no dormía nunca. Allí jóvenes radiantes pasaban el día bailando jazz y surgían millonarios de la noche a la mañana. Era la fiesta mas larga de todos los tiempos modernos.
Y sin previo aviso, la burbuja estalló y la fiesta se acabó. Un terremoto financiero sacudió Wall Street, al que la historia llamaría “el gran Crash” y traumatizaría a la nación. Quebraron millones de negocios y millones de personas perdieron sus empleos, hombres orgullosos se enfrentaron a la humillación del subsidio y los comedores de beneficencia, familias numerosas se instalaron en chabolas, símbolo de pobreza, que habiendo estado a un paso de la riqueza les hacía preguntarse el cómo subió EEUU tan rápido y cayo tan de repente, el cómo doblo repentinamente la rodilla el motor de occidente.


Mientras la fiesta no acababa, a ras del suelo en el parque de los mercados, todos invirtieron en lo reservado para los economistas, accionistas y agentes financieros, esa arma de doble filo, la Bolsa. La economía se trasladó a las calles, EEUU era una inversión constante, los negocios iban de un lado a otro “en un nuevo modelo T de cuatro puertas”. Los especuladores seguían comprando acciones con un fervor que ya era característico de la década, pero no sólo eso, sino que hasta el limpiabotas parecía invertir en bolsa. Parecía haber una confianza ciega en que nada podía ir mal, pero el jueves 24 de octubre, conocido como “jueves negro”, sin previo aviso la burbuja estalló, se produjo una estampida para vender, el pánico hizo aparición y los precios cayeron alarmantemente a medida que un número cada vez mayor de inversores intentaba vender sus participaciones, al cabo del día el mercado de valores había perdido cuatro mil millones de dólares.

Corría el año 2000 y viajamos en un tren de alta velocidad hasta España, cuando el sector de la vivienda comienza a crecer desaforadamente. Los precios subían un 17% anual con una inflación muy reducida, lo que implicaba un elevado crecimiento en términos reales. Cada año se iniciaban una media de unas 600.000 casas, llegando al récord de 762.540 en 2006, más que las iniciadas por Alemania, Italia, Francia y Reino Unido juntas, según datos del Ministerio de Fomento.

De la nada surgieron grandes complejos hoteleros, Marina D’or empieza proyectos que acabarían abarcando gran parte de la costa Valenciana. Todo el mundo tenía que comprar casas, aquí y allá. Todo el mundo compraba casas sobre plano, todo el mundo tenía hipotecas.

Según algunos autores la sesgada información económica habría generado expectativas irreales de revalorización, aumento de precios y sobreoferta. Pero llegó la crisis, muchas familias, al perder uno o más de sus miembros su trabajo, ya no podían hacer frente al pago de sus hipotecas, trayendo esta situación consigo el problema de los desahucios. Lo mismo les sucedió a muchos promotores y constructores, a quienes la bajada de la actividad pilló por sorpresa y con una enorme deuda contraída con los bancos. Todo ello provocó el cierre de muchas empresas, la necesidad del rescate de varias entidades financieras, la destrucción de muchos empleos, que contribuyó a que se llegara en España a tasas por encima del 25% de desempleo, y una herencia de más de un millón de viviendas sin vender.


Dos conductas casi idénticas y ochenta años de por medio. La obsesión en el sector de la gallina de los huevos de oro y una sociedad ambiciosa y especuladora que quiere más y más. Dicen que quien desconoce su historia está castigado a repetirla. ¿Somos necios o simplemente nunca estudiamos historia?




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