En
los años 20 había que estar en Nueva York. Manhattan era capital
del mundo hogar del glamour y la sofisticación, la ciudad que no
dormía nunca. Allí jóvenes radiantes pasaban el día bailando jazz
y surgían millonarios de la noche a la mañana. Era la fiesta mas
larga de todos los tiempos modernos.
Y
sin previo aviso, la burbuja estalló y la fiesta se acabó. Un
terremoto financiero sacudió Wall Street, al que la historia
llamaría “el gran Crash” y traumatizaría a la nación.
Quebraron millones de negocios y millones de personas perdieron sus
empleos, hombres orgullosos se enfrentaron a la humillación del
subsidio y los comedores de beneficencia, familias numerosas se
instalaron en chabolas, símbolo de pobreza, que habiendo estado a un
paso de la riqueza les hacía preguntarse el cómo subió EEUU tan
rápido y cayo tan de repente, el cómo doblo repentinamente la
rodilla el motor de occidente.
Mientras
la fiesta no acababa, a ras del suelo en el parque de los mercados,
todos invirtieron en lo reservado para los economistas, accionistas y
agentes financieros, esa arma de doble filo, la Bolsa. La economía
se trasladó a las calles, EEUU era una inversión constante, los
negocios iban de un lado a otro “en un nuevo modelo T de cuatro
puertas”. Los especuladores seguían comprando acciones con un
fervor que ya era característico de la década, pero no sólo eso,
sino que hasta el limpiabotas parecía invertir en bolsa. Parecía
haber una confianza ciega en que nada podía ir mal, pero el jueves
24 de octubre, conocido como “jueves negro”, sin previo aviso la
burbuja estalló, se produjo una estampida para vender, el pánico
hizo aparición y los precios cayeron alarmantemente a medida que un
número cada vez mayor de inversores intentaba vender sus
participaciones, al cabo del día el mercado de valores había
perdido cuatro mil millones de dólares.
Corría
el año 2000 y viajamos en un tren de alta velocidad hasta España,
cuando el sector de la vivienda comienza a crecer desaforadamente.
Los precios subían un 17% anual con una inflación muy reducida, lo
que implicaba un elevado crecimiento en términos reales. Cada año
se iniciaban una media de unas 600.000 casas, llegando al récord de
762.540 en 2006, más que las iniciadas por Alemania, Italia, Francia
y Reino Unido juntas, según datos del Ministerio de Fomento.
De
la nada surgieron grandes complejos hoteleros, Marina D’or empieza
proyectos que acabarían abarcando gran parte de la costa Valenciana.
Todo el mundo tenía que comprar casas, aquí y allá. Todo el mundo
compraba casas sobre plano, todo el mundo tenía hipotecas.
Según
algunos autores la
sesgada información económica habría generado expectativas
irreales de revalorización, aumento de precios y sobreoferta. Pero
llegó la crisis, muchas familias, al perder uno o más de sus
miembros su trabajo, ya no podían hacer frente al pago de sus
hipotecas, trayendo esta situación consigo el problema de los
desahucios. Lo mismo les sucedió a muchos promotores y
constructores, a quienes la bajada de la actividad pilló por
sorpresa y con una enorme deuda contraída con los bancos. Todo ello
provocó el cierre de muchas empresas, la necesidad del rescate de
varias entidades financieras, la destrucción de muchos empleos, que
contribuyó a que se llegara en España a tasas por encima del 25% de
desempleo, y una herencia de más de un millón de viviendas sin
vender.
Dos
conductas casi idénticas y ochenta años de por medio. La obsesión
en el sector de la gallina de los huevos de oro y una sociedad
ambiciosa y especuladora que quiere más y más. Dicen que quien
desconoce su historia está castigado a repetirla. ¿Somos necios o
simplemente nunca estudiamos historia?
No hay comentarios:
Publicar un comentario